Era una de esas tardes de noviembre medio tormentosa, gris y fría, pero agradable…
La cocina me esperaba con los brazos abiertos,… y los platos sucios. Decidí ponerme manos a la obra con música de fondo.
Pensé que así el suplicio sería más llevadero.
Encendí la radio. La bellísima y nítida voz de un conocido cantante de ópera empezó a deslizarse con su hipnótica aria a través de la suciedad; no pareció importarle la mezcla de grasa y detergente, porque siguió cantando, exaltado. Su entusiasmo era tan contagioso que decidí acompañarle en aquel melódico y mugriento paseo. Nuestras voces, unidas a las pompas de jabón, se escaparon por la ventana abierta, se estrellaron contra el lavadero, víctima inocente, y acabaron enredándose entre la ropa tendida, como si estar mojada y colgada no fuera ya suficiente martirio.
De repente, advertí la presencia de una inesperada espectadora en el tendedero. Sí, sí, entre una camiseta y mis calcetines amarillos.
Era una mosca.
Estaba muy quieta, y me miraba con emoción contenida.
Parecía escuchar la música con tal pasión que no me atreví a molestarla, y si finalmente lo hice fue para comprobar que era en realidad una mosca melómana y no una mosca disecada. La pobre se vio obligada a iniciar un atolondrado vuelo por entre los calcetines; estuvo a punto de colarse en la cocina, pero se lo pensó mejor, y desapareció en dirección al cielo crepuscular de aquella tarde de noviembre, mientras silbaba con ardor el aria que hasta entonces había pertenecido al cantante de ópera.
La cocina me esperaba con los brazos abiertos,… y los platos sucios. Decidí ponerme manos a la obra con música de fondo.
Pensé que así el suplicio sería más llevadero.
Encendí la radio. La bellísima y nítida voz de un conocido cantante de ópera empezó a deslizarse con su hipnótica aria a través de la suciedad; no pareció importarle la mezcla de grasa y detergente, porque siguió cantando, exaltado. Su entusiasmo era tan contagioso que decidí acompañarle en aquel melódico y mugriento paseo. Nuestras voces, unidas a las pompas de jabón, se escaparon por la ventana abierta, se estrellaron contra el lavadero, víctima inocente, y acabaron enredándose entre la ropa tendida, como si estar mojada y colgada no fuera ya suficiente martirio.
De repente, advertí la presencia de una inesperada espectadora en el tendedero. Sí, sí, entre una camiseta y mis calcetines amarillos.
Era una mosca.
Estaba muy quieta, y me miraba con emoción contenida.
Parecía escuchar la música con tal pasión que no me atreví a molestarla, y si finalmente lo hice fue para comprobar que era en realidad una mosca melómana y no una mosca disecada. La pobre se vio obligada a iniciar un atolondrado vuelo por entre los calcetines; estuvo a punto de colarse en la cocina, pero se lo pensó mejor, y desapareció en dirección al cielo crepuscular de aquella tarde de noviembre, mientras silbaba con ardor el aria que hasta entonces había pertenecido al cantante de ópera.
2 comentarios:
O la la! Je suis étonné et bouleversé de ton petit conte. Merci beaucoup.
Je suis sûr que tu as ecouté quelque air de ton bien aimé Jaume dans La Bohème, n'est-ce pas? Mais, peut-être la mouche aurait aimé mieux la valse de Musetta! :-)
Il y a beacoup de gens qui m'a demandé de te féliciter. Je suis bien héreux de le faire.
Bien sûr, je pensais à LA VOIX de mon cher Jaume Aragall!
Mais,... à qui je pensais quand j'ai créé le personnage de la mouche?
Ce sera toujours un mystère...
Merci, merci, merci, merci,... mille fois!!!!
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