Abre una puerta.
La negrura interior es tan intensa que la deslumbra. Antes de que se cierre la puerta de golpe y no haya marcha atrás, le da tiempo a intuir una estrecha escalera, que baja.
Ella, a tientas, también.
De repente, una mano le tapa la boca con fuerza. No puede chillar, le cuesta respirar.
Ya lo entiende: está siendo prisionera de una pesadilla.
Cuenta entonces los segundos a la espera del chillido liberador que le hará abrir los ojos en su plácida cama.
Pero no lo logra: otra mano le acaba de agarrar desde atrás y le oprime las costillas.
Con la cruda certeza de que no está soñando, sólo le queda una escapatoria:
Dormirse.